Por Sandro Maciá
Los seres humanos somos animales de costumbres. Desde que nacemos, parece que adquirimos rutinas de forma natural, instintiva, casi por obligación, dependiendo de dónde, cuándo y cómo nos criemos. De hecho, si hubiéramos nacido en un lugar y una época distinta a la actual, probablemente yo no estaría escribiendo esto, o al menos no desde un ordenador… ¿Quizá estaría ahora con un papiro entre las manos? ¿Puede que, en vez de un teclado, estuviera agarrando un cincel y una tablilla de piedra? O, no yéndome tan lejos, ¿se estarían deslizando mis dedos sobre los resortes de las teclas de una máquina de escribir?
Seguro que a muchos les gustaría viajar en el tiempo para averiguar cosas como éstas y para ver qué habría sido de ellos hace, por ejemplo, dos siglos. Sin embargo, yo, aunque tenga curiosidad por saber cómo habría desempeñado mi trabajo en otro tiempo, siempre he tenido claro que emplearía mi oportunidad de retroceder temporalmente en hacer, más que un viaje, una breve excursión de unos veinticinco años que me llevase a la España de los años ochenta, a esa década de “hombreras gigantescas, glitter en el pelo, esmalte de uñas negro, leopardo y cuero”, como bien cantaba Alaska en su archiconocido Rey del Glam.
Bien, pues por fin lo he conseguido. El sábado pasado logré, durante unas dos horas, trasladarme a esta añorada época y vivir la esencia del espíritu ochentero gracias al concierto acústico que dio Coque Malla, ex cantante y líder de Los Ronaldos -sí, la mítica banda madrileña- en la sala La Llotja, en Elche.
Al fondo, un telón negro. Sobre él, nada más que el propio cantante y su guitarra. Junto a éstos, dos amplificadores. Con una puesta en escena tan austera como íntima, el artista -léase esto con el ímpetu que se merece alguien de su talla- emocionó y alegró por igual a un público que no sólo disfrutó de las versiones acústicas de su último disco, Termonuclear (que editó Warner Music en 2011 y que inspiró al sucesor Termonuclear en Casa de Coque Malla, del mismo año y discográfica)-, sino que tuvo la suerte de ver a la voz cantante de los extintos Ronaldos interpretar el (casi himno) Pedro Navaja de Rubén Blades, canción que Malla presentó como anticipo al homenaje que le hará a Blades desde el 4 hasta el 10 de junio en el Café Central de Madrid.
Por otra parte, la marchosa She’s my baby o la famosa versión de No puedo vivir sin ti, que fue escogida hace un par de años por una conocida empresa de muebles de diseño sueco, aportaron el disfrute complementario -y necesario- a los momentos más introspectivos y cercanos, como cuando el cantante dejaba atrás el micro y se acercaba al borde del escenario para cantar a capella, sin más barrera que el aire que lo separaba de las primeras filas de butacas.
Tal fue mi sorpresa ante lo que ofreció Coque Malla el sábado, que me atrevo a sentenciar que, si las sensaciones pudieran medirse o cuantificarse, no me cabe duda de que podríamos afirmar que todos los asistentes disfrutamos de una regresión colectiva a la década de los ochenta que justificó lo evidente: alguien como Coque Malla, que lleva en la música desde que tenía quince años, sobrevive a cualquier época y moda sin perder su estilo.