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Por Rubén J. Olivares.

Antes de que empiecen a leer este libro debo advertirles que duele. Este libro rezuma dolor por cada una de las páginas que lo componen. Y no es un dolor físico, sino un dolor más intenso, un dolor emocional, de esos que se te agarrotan en el pecho.

Los personajes que transitan a lo largo de esta novela han sido confeccionados con maestría, dotados de una profunda humanidad y de una compleja psicología que los hace creíbles, demasiado creíbles, por lo que es imposible escapar del dolor, de la angustia, la abulia y la anomia con la que se dejan arrastrar a lo largo de sus vidas. Lenin, León, Alejandra, Herbert Green, Esther Hanania, Irigoyen y Herzen, transitan por ciudades grises, horizontales y verticales, sucias y solitarias que acrecientan su depresión, ciudades que son el telón de fondo de su deambular como Zaragoza, Madrid, Legoland, Bacalar o Nueva York. Aunque también es cierto que entre tanto dolor, y es de agradecer, el libro cuente con momentos de humor que alivien la tensión en el pecho.

Estructurada con un esquema de historias entrelazadas entre los distintos personajes que se cruzan a lo largo de la novela, como si estuviéramos leyendo “Pulp Fiction”, los tres capítulos que componen la novela (si excluimos el cuarto capítulo, intenso epílogo) nos adentran en un mundo de relaciones intensas entre padres e hijos que nunca han llegado a comprenderse y que se toleran mutuamente por ser el uno parte del otro. Los padres de esta novela, pese a su omnipresencia en la vida de sus hijos, están ausentes. Ausentes porque no existe una verdadera relación entre padres e hijos, ausentes por que los hijos, protagonistas de la novela, construyen su mundo a partir de una huida hacia ninguna parte de sus padres.

Pese a lo dicho es una novela adictiva. El comienzo es desquiciante, por lo que de intrépido, de thriller y de erotismo rayano en lo pornográfico tiene el primer capítulo y su personaje Lenin, y es aquí donde caemos en la trampa de la novela. Es imposible dejar de leer, pero continuar sus páginas es adentrarse en el dolor de nuevos personajes (León), en un segundo capítulo dominado por la locura e irrealidad de seres que buscan recuperar lo que nunca tuvieron, pero que están convencidos que les pertenece. Y aunque resulta menos doloroso, estos nuevos personajes no están exentos de cierto patetismo y de locura, una locura irracional que les lleva a ofrecer una catarsis no buscada al personaje femenino que hila todo el dolor y trama de la novela: Alejandra. Tras ésta llega el tercer capítulo, Herbet, un contrapunto en el que el dolor de los personajes da paso a la muerte, pues si hay algo que duela más que el dolor para aquellos que siguen vivos es la muerte, una muerte que nos da el respiro de encontrarnos con nuevos personajes que con sus irreverencias y su lenguaje chabacano nos da el alivio de arrancarnos una sonrisa, antes de entrar en un emotivo epílogo. Pese a lo expresado por su autor, la lectura de este epílogo es lectura obligada, pues con él tenemos la respuesta al origen de todo el dolor que nos ha acompañado a lo largo de la novela. No se sorprendan si derraman alguna lágrima (yo lo hice): eso es que están vivos y aún distinguen el dolor de un autor del dolor de sus personajes.

Por último un consejo: antes de leer este libro, compren una botella de su ginebra favorita y acompañen su lectura con un par de gin-tonics robustos, a lo Winston Churchill. De tanto leerlo en esta novela les apetecerá y les ayudará a aliviar su dolor.

 

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