Decía Milán Kundera -autor checo por el que siento profunda devoción- que las chicas que realmente pueden presumir de belleza son aquellas que no se preocupan de estar guapas, es decir, aquellas que, de forma natural, irradian una fuerza atractiva capaz de alterar el devenir de las cosas con una mirada improvisada, con un simple contoneo o con un sensual susurro.
El señor Kundera, experto en este tipo de argumentaciones “socio-eróticas”, explica en uno de sus libros que el secreto de la belleza femenina reside en la sencillez, en la imperfección aparente de los rasgos que, aún sin ser estrictamente hermosos, incitan a ir descubriendo los pequeños encantos que encierran. Además, no contento con eso, el literato anima al lector en muchas de sus obras a no fiarse nunca de una mujer que, por ejemplo, no se atreva lanzarse a una piscina, pues -según dice- sólo son dignas de confianza aquellas que se permiten seguir manteniendo una actitud presumida sin más artificio que el cabello mojado y la cara lavada.
A pesar de todo esto, y sin negar que coincido totalmente con las ideas del padre de La Insoportable Levedad del Ser –recomendadísima novela, por cierto-, creo que, si Kundera hubiera escuchado el nuevo disco de Paul Zinnard, Orbit One (Two Mad Records, 2012), acabaría dándole un giro a sus ideas y terminaría por sentenciar que este afán por identificar la falta de pretensión con la belleza más pura es similar a algo que siempre he pensado: una mujer guapa es como una buena canción. Y, visto lo visto -bueno, oído lo oído- el trabajo del mallorquín que se esconde tras el pseudónimo inglés, reúne bastantes mujeres guapas.
Con un estilo que cabalga entre estructuras de corte “claptoniano” y unos versos que, aunque más marchosos, recuerdan a los susurrantes poemas de Leonard Cohen, Paul Zinnard consigue que olvidemos todo aquello que se encuentra más allá de sus acordes, de la caricia de sus dedos sobre las cuerdas de unas guitarras que adquieren tanta importancia como la voz, unas veces en formato acústico –como en Man for you o Again- y, otras, en eléctrico –como en A good thing that you know, donde la cadencia general del tema delata la influencia del mismísimo Dylan-.
Ahora, si formal y técnicamente queda claro que Orbit One roza la perfección, no podemos menospreciar su contenido, un contenido elaborado desde el prisma de la introspección, desde la perspectiva propia de un cantautor que narra historias que van de lo personal a lo cotidiano, pasando por alguna situación rocambolesca –veáse la romántica Away from home, la valiente Just the way I am o la original Listen everybody, que surge de la noticia real que el cantante leyó en la prensa sobre unos jóvenes de Rio de Janeiro que atracaron un autobús con pistolas de juguete y que resultaron tiroteados por pasajeros del vehículo que contaban con armas reales-.
Grabado en el Estudio Uno (antiguo Cinearte) en noviembre del año pasado, este álbum –el segundo de Zinnard en solitario, precedido por Songs of hatred and remorse (Two Mad Records, 2010)- es el décimo de un compositor que, antes de optar por la independencia musical, ha formado parte de The Bolivians (en los 90) y de The Pauls (desde el 2000 y hasta hace un par de años), bandas que le han dado el rodaje necesario para poder desplegar en Orbit One todo su encanto y conseguir lo “inconseguible”: poner de acuerdo (a su favor) a crítica y público.