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Por Francisco Díez.

Mientras plancha en el salón comedor, como cada día, Ryoko recibe la llamada en la que le avisan de la muerte de su novio Hiroyuki. Según le dicen, se ha suicidado bebiendo etanol en estado puro en su lugar de trabajo, perfumista. Ella sabe que tiene que salir corriendo hacia el hospital, pero no lo hace; sigue planchando las camisas, con más esmero del usual, aunque su dueño esté muerto.

Tras el suicidio, Ryoko descubre que en realidad sabía muy poco de él. Hiroyuki siempre le había dicho que sus padres murieron y no le quedaba familia, sin embargo, en la misma morgue donde yacía, ella conoce al hermano, con el que guarda gran parecido, que le cuenta que su madre aún vive pero algo enferma. Sabía que a su pareja le gustaban las matemáticas debido a la rapidez con la que hacía cálculos, incluso innecesarios, y al orden obsesivo que seguía, pero no sabía que había participado en concursos matemáticos durante toda su juventud. Así mismo va descubriendo otras facetas ocultas, como tocar el violonchelo, a pesar de que en casa no tenían ni una armónica, o el patinaje sobre hielo, que él practicaba los fines de semana a escondidas. En todos los campos a los que se dedicaba, la gente opinaba con unanimidad: Hiroyuki rozaba la perfección.

Todas las nuevas revelaciones y la inesperada desaparición de su novio, tras la celebración de su primer aniversario conviviendo con él, hacen que Ryoko utilice toda su experiencia como periodista, investigadora y reportera para buscar todas las razones del suicidio y de las mentiras que ocultaban su vida.

Durante su viaje hacia la verdad, nos moveremos con ella por tres grandes escenarios descritos al detalle: Tokio, donde ambos vivían y trabajaban; la casa en la que él vivió durante su infancia, en un pequeño pueblo; y Praga, lugar del último concurso matemático al que asistió, que poco después de su regreso, huyó de casa para siempre. A lo largo de los capítulos, vamos saltando entre las tres localizaciones en un absoluto desorden temporal; pero lejos de crear desconcierto, la línea argumental queda descrita con gran maestría y sin fallos, desvelando cada nuevo dato, recuerdo o sentimiento en el momento justo.

En Perfume de hielo, Yoko Ogawa consigue crear una atmósfera magnífica de madurez emocional. También deja entrever pequeños toques de cultura japonesa como la característica educación, disciplina y percepción del entorno natural, que unidos a discretos juegos como olores que nos acompañan por todo el libro o problemas matemáticos sencillos hacen de la etapa de duelo de la protagonista una experiencia de tranquilidad y serenidad para todos los lectores.

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