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Por Sandro Maciá.

Decían los filósofos de la antigua Grecia –y, como siempre, así siguieron diciéndolo las correspondientes corrientes filosóficas posteriores a los tiempos del floreciente imperio griego- que la virtud no se hallaba más que en encontrar el punto exacto entre dos extremos, o lo que es lo mismo: en dejarnos guiar por la búsqueda del término medio, del equilibrio.

No obstante, independientemente de mi acuerdo, desacuerdo o indiferencia respecto a este tema, lo que sí he podido observar a lo largo de mis muchos o pocos años de vida –según cómo y quién lo mire- es que, pese a la intención de aquellos expertos en establecer afirmaciones categóricas sobre el ser humano y todo cuanto le rodea, la conclusión a la que llegaron con este enunciado es tan subjetiva como que a mi me guste, o no, el color que han elegido mis vecinos para pintar la fachada de su casa.

Y es que, ¿quién tiene las santas narices de decirme a mí, o a quien sea, dónde está este famoso término medio? Nadie, ya respondo yo. Por eso, ignorando a todo aquel que pueda recriminarme la supuesta exageración de lo que sentí el sábado pasado al disfrutar del talento de Pura Sangre en La Lonja –conocida sala de conciertos de Elche-, voy a ser tan directo como sincero y no voy a escatimar en elogios a la hora de reconocer que, si no fuera porque estaba rodeado de caras conocidas, habría creído hallarme en algún tablao flamenco del Albaicín de Granada o del sevillano barrio de Triana.

Pese a ser de Elche (al menos José Manuel García, alma mater de esta compañía de flamenco)-, los Pura Sangre podrían pasar por hijos, sobrinos, primos –o yo que sé- de grandes figuras de renombre de este pasional género musical, como–y se me llena la boca al decirlo- el propio Camarón, algunos de los más afamados artistas de la saga de los Morente o, yendo a un presente más inmediato, el mismísimo Miguel Poveda -salvando las distancias respecto a este último, no vaya a ser que algún purista se me enfade-.

Desde el emotivo comienzo, que podría compararse con un afilado cuchillo que a golpe de tacón y chasquidos penetró en el silencio sepulcral y lo impregnó de arte, todo el espectáculo estuvo marcado por la entrega de cada uno de los miembros del grupo al flamenco en sí y por el consiguiente despliegue de su maestría, algo que, por muy complicado que parezca en una compañía que ronda la decena de integrantes, permitió a cada cual tener su momento de protagonismo, su tiempo, su instante de gloria por y para un público que, según pude comprobar, vivió la emoción que se desprendía del escenario con una intensidad tal que, al final de cada canción, hacía imposible no escuchar algún grito de ánimo y de felicitación.

Precisamente eso, las canciones, fueron –según se palpaba en el ambiente- uno de los puntos fuertes de la actuación. Pero no ya por éstas en sí mismas, ni por la interpretación que las increíbles voces del sector femenino de Pura Sangre –tan bellas en lo físico como en lo referente al talento del que hicieron gala- llevaron a cabo. No, ni por una cosa ni por otra, sino por las dos. Es decir, gracias a un cuidado repertorio de composiciones que, en mayor o menor medida, tocaron varios palos del flamenco, y gracias a la exquisita puesta en escena de éstas sobre el escenario, el equilibrio entre lo atractivo, lo popular y lo artístico (tres conceptos claves del folclore popular español) nos llevó a todos los allí presentes a vivir una emocionante velada, un rato de disfrute que, ya fuera al son de Así fue (canción que hizo famosa Isabel Pantoja) o de La leyenda del tiempo (del gran Camarón), por citar algún tema, no dejó a nadie sin ganas de ponerse en pié y gritar a pleno pulmón: ¡olé!

 

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