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Por Sandro Maciá.

Granada, Andalucía, España. Año 2003. Recuerdo con pasmosa claridad que esta fecha, ahora lejana, no se me ha ido de la cabeza nunca, por muchas resacas que mi coco haya superado e independientemente de las neuronas que se hayan quedado por el camino. Esa ciudad, ese año, ese día… Nada se borrará de mi mente porque, dentro de esas coordenadas espacio-temporales se sucedieron dos conciertos que me marcaron como sólo los grandes grupos pueden marcar.

Uno de ellos, tan inesperado como sorprendente, fue el de unos jóvenes teloneros que, sinceramente, a mi ni me sonaban por aquel entonces: los granadinos Niños Mutantes; el otro, el que realmente me llevó a visitar la ciudad andaluza –y hasta no ir a clase durante dos días, toda una muestra de desafío y fe cuando uno ronda los dieciséis o diecisiete años- fue el de unos irlandeses que, desde mi más temprana adolescencia, me habían acompañado en los grandes hitos emocionales y personales que han hecho de mí lo que soy hoy –para bien o para mal-: The Cranberries.

Después de escuchar, reescuchar y volver a escuchar (una y otra vez) cada una de sus canciones, de imaginar cómo habrían llegado a dar forma a cada estructura, a cada verso, a cada acorde y de sentirlos como una parte de mi vida, verlos en directo me hizo experimentar una sensación que no había revivido hasta el pasado viernes, un cinco de octubre que, cómo no, ha quedado grabado en mi memoria.

En esta ocasión, Dolores O’Riordann y los suyos fueron los culpables de que me tragase mi adictiva pereza para ir hasta Madrid, al Palacio de los Deportes de Vistalegre, a reencontrarme con lo que yo considero, por muy brutal que suene, parte de mis raíces. Allí, durante dos horas –precedidas por el correspondiente “teloneo” de los chicos de Lazy-, el tiempo se detuvo con tal fuerza que, un par de canciones más tarde, todos los presentes volvimos a saborear la añoranza de la década de los noventa, la dulzura de esos años que nos hacían ser más humildes y auténticos.

Y de eso, de autenticidad es de lo que se impregnó el ambiente de Vistalegre gracias a que, aunque -como ya se esperaba- el último disco de los de Limerick (Roses, editado en 2012) pasó por el escenario sin pena ni gloria de la mano de la interpretación de algún que otro tema del mismo -Schizophrenic playboy, Show me the way o Roses-, los irlandeses recopilaron en su espectacular show – admirable, pues ya no son tan mozos y la edad se va notando- éxitos de todos sus discos, que se dice pronto.

Hubo emoción –imposible no estremecerse con Twenty One, de su No need to argue (1994)-, sorpresas -¿quién no se vino arriba con la gran How, de su Everybody else is… (1993) o con la alegre Analyse de Wake up and smell the coffee (2001)?- y saltos y enérgicos coros –increíble volver a ver a O’Riordann poniendo voz a la reivindicativa Salvation, de su To the faithful departed (1996), o a la clásica Just my imagination de Bury the hatchet (1999)-. Sin embargo, sería un tramposo si no reconociera que el mayor subidón de la noche vino cuando, durante el bis, demostraron que, dieciocho años después de su estreno, Zombie, su himno por excelencia seguía sonando como antaño, es decir, con una fuerza y un ímpetu que nos anuncia lo que pensé que nunca escribiría: The Cranberries vuelven, y va a ser para largo.

 

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