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“No todos los animales devoran a sus víctimas vivas ni todos los hombres extraen provecho de los otros”

Por Deborah Antón

Es bien sabido que la animalidad existe en todas partes. El culto al animal, la alabanza de sus poderes divinos, de su genuino carácter y de su alma (no es vanal que la palabra animal esté etimológicamente relacionada con el concepto de ‘ánima’). Tradicionalmente se han contado estas historias con la familia reunida alrededor del fuego (“El fuego arde para el padre. El silencio se crea para el padre”). Son unas creencias ancestrales, que nos preceden y que continuarán después de nosotros. Quizás hoy en día la naturaleza nos pase más inadvertida pero, tal vez precisamente por ello, Pilar Adón sigue aquí esta línea animalista iniciada en sus obras anteriores; en, por ejemplo, su anterior poemario, La hija del cazador.

La primera parte de la obra lleva por título “El mundo hueco”, y comienza con unos versos decisivos: “La salvación no está en los niños / ni en las palabras. Tal vez en la espera. / En el hueco de un primer tronco / que asciende estriado desde el suelo / hacia las ramas”. Asistimos a un mundo de caza, de capturas, de herencias que se suceden generación tras generación, donde la naturaleza es omnipresente y la lucha por la supervivencia es, nunca mejor dicho, natural. La naturaleza es hostil, sin pretenderlo y, por una vez, es el hombre quien le sirve a ella de telón de fondo. “Hombre con vaso de vino; mujer con cuchillo y patatas. / Hombre con azada en mano; mujer boca abierta”. Este juego de perspectivas, este paralelismo, se da a lo largo de todo el libro: “Delicados como plantas jóvenes, / con esa vocación estúpida de la melancolía, / también mis padres injertaron ramas que crecen hasta hoy”.

En este mundo pocas cosas nos pueden salvar. “No importa tener la casa abierta o cerrada, / un entierro en nicho o en tierra”. Todo es una madeja, tiene continuidad y correspondencia. “Esta es su casa. / Y derribarán la coraza de cal ya adherida a mis huesos / en superposición de planchas cutáneas con venas”. Quizás por ello el poemario se cierra con otro apartado, llamado “Decálogo”. La necesidad de creer está también presente en toda la obra, y todo culto obedece a unas reglas y precisa de un orden. Este capítulo incluye, en ese sentido, una serie de reflexiones, pinceladas y apuntes del natural, y todo ello conforma una filosofía y una cosmovisión.

En Mente animal encontramos un mundo agreste, que nos inquieta y nos fascina, y esto es en gran parte por lo lejano que nos queda. No es fácil la convivencia entre la civilización y lo salvaje. Quizás muchos de nosotros hayamos perdido esa parte nuestra originaria, y hayamos renunciado así, sin pretenderlo, a parte de nuestra identidad. Al fin y al cabo, nosotros también somos animales y, aunque nos rijamos por unas reglas distintas, no podemos negar ese tejido que nos constituye.

 

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