Personajes convertidos en sombras al ser olvidados por la sociedad
Por Rubén J. Olivares
Los amantes del cine negro recordarán aquellas películas de los años 40-50, rodadas en blanco y negro -y que daban a las historias que narraban un contexto especial- habitadas por hombres solitarios (cuyos máximos exponentes eran Humphrey Bogart y Robert Mitchum) con un oscuro pasado y un turbio porvenir que transitaban por la vida entre nebulosas de humo de cigarrillos, vapores de whisky y reflexiones con voz en off, acompañadas de una melancólica melodía de fondo, en alguna mísera oficina tras una puerta de cristal translúcido en la que se podía leer que aquella era la oficina de un detective y en la que siempre acababa entrando alguna misteriosa y seductora mujer, a menudo el rostro de una “femme fatale” encarnada por Mary Astor o Lana Tuner, que requería la ayuda de un hombre parco en palabras, listo para la acción y que supiera moverse entre los bajos fondos de una ciudad gris.
Desde aquellas películas, el género de cine negro ha evolucionado de manera considerable, y a la par la novela negra, nacida de las manos de Carroll John Daly, Dashiell Hammett y el genial Raymond Chandler. Si algo ha caracterizado a este género es la atmósfera asfixiante de pavor, violencia, inseguridad, corrupción entre aquellos que suponemos deben protegernos y representarnos de la injusticia. Este tipo de novelas nació bajo un contexto de desencanto, crisis económica y desesperanza -como en el que nos encontramos inmersos- en plena década de los años 20, con una I Guerra Mundial que había sacudido a Occidente y una Gran Depresión a la esquina de la misma.
Salvando la distancia generacional que los separa, Manuel Barea recoge lo mejor de los padres de este género y nos ofrece, tras contextualizarlo a través del prisma que imprime la realidad de la España del s. XXI, su primera obra Vertedero, poblada de personajes convertidos en sombras que se deslizan por los márgenes de una ciudad sin futuro en la que tratan de sobrevivir, empujados a los márgenes de una dura realidad de marginalidad, exclusión social y delincuencia. En este contexto los personajes de Barea deciden transitar por el único camino que se les ofrece, atracando una residencia de veraneo; un golpe sencillo, rápido y limpio que les debería dar la oportunidad de obtener un botín que les permita seguir transitando durante un tiempo más a través de sus míseras vidas, pero todo lo que puede salir mal… el atraco se frustrará ante el amateurismo de sus integrantes y eso significará para uno de ellos cargar con su destino, y elegir en qué bando desea militar. Elaborará un meticuloso plan –los años de cárcel y el deseo de venganza avivan el seso-, con el que logrará expiar sus oscuros deseos de venganza y alcanzará su libertad espiritual, aunque toda redención lleva aparejada sacrificios que el lector tendrá que adivinar.
Escrita con un estilo vivaz, sin concesiones y un gran dominio del lenguaje, a través del cual consigue transportarnos a los suburbios de una ciudad sureña, en la cual dominan los diálogos crudos, el argot callejero de delincuentes y gánsters, la violencia y los peores sentimientos que puede experimentar un ser humano: rencor, rabia, ansia, dolor, codicia, frustración, incomprensión e injusticia que marcan a sus personajes, retratados a través de “flashbacks” que nos permiten comprender la psicología y las trágicas historias que les marcaron. No hay buenos ni malos, pues los personajes transitan por ambas líneas discontinuas, criticando la realidad social en la que se mueven, plagada de corrupción policial y política, en la cual los señalados como delincuentes a menudo se convierten en héroes que ofrecen una salida “laboral” a una población deprimida, olvidada por las autoridades, lo que nos muestra que a menudo, el delincuente no es más que un producto de la sociedad en la que vive, un ser que se ha creado a partir de las frustraciones y negativas a un futuro mejor al que su propia madre, la sociedad, rechaza y estigmatiza.