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Un placer, Bowie

 Por Sandro Maciá

Y dijimos adiós.  Adiós a alguien que, desgraciadamente, nos dejó entre cielos anaranjados y negros. A alguien que se llevó consigo el brillo de las estrellas que preceden al sol matutino. A alguien que marcó para siempre la jornada del 10 de enero en lo más hondo de nuestros corazones y dilató nuestras pupilas hasta el punto de asumir que las verdades son malditas, en sí mismas, cuando las queremos convertir en rumores sobre los que escudarnos frente a los miedos que nos hacen sabedores de que somos humanos y caducos. A alguien que se marchó, hace tres días, a los 69 años, tras una valiente y dura lucha contra el cáncer que padecía. A alguien, amigos, de cuya muerte, por mucho que uno se conciencie, es casi imposible escribir: David Bowie.

¿Acaso es posible estar preparado para tomarse la licencia de despedir, humildemente y desde estas líneas, al icono por excelencia de la contemporánea cultura de los “post-” e instaurador del vanguardismo que originó las claves y referencias de muchos de las actuales corrientes estéticas con las que convivimos a diario? No. Vaya por delante.

Sin embargo, asumiendo tal irresponsabilidad, reconozco que la admiración por el White Duke o por la elegante y extrema ambigüedad de quien creó una obra que, artística y casi socioculturalmente, ha influido en cientos de miles de personas, lleva a todo ser vivo que se precie a no dejar la oportunidad de lanzarse al vacío para exclamar la gratitud que sólo los grandes artistas, como Bowie, merecen recibir, allá dónde estén, cuando han sabido dejar, en este mortal mundo, el más preciado de los regalos: su obra.

Una obra que, en el caso de David Robert Jones –así llamado antes de alcanzar la notoriedad-,  eternamente fiel a su camaleónica personalidad, nunca dejó de fluctuar entre límites estilísticos eclécticos, denotando una constante inquietud creativa que le llevó –desde su despegue absoluto hacia el estrellato, señalado por crítica y público en 1969, con su sencillo Space Oddity- a experimentar con el rock desde la vertiente glam, a desdoblarse personal y profesionalmente con la (re)encarnación de Ziggy Stardust, a compartir escenario con leyendas de todos los géneros y a cultivar el estilo que, en cada momento –soul, pop, jungle…-, fuera el idóneo para reivindicar, contar, cantar y, en definitiva, expresar.

¿Cómo, si no, recrear la inquietante pero adictiva letra de Life on Mars? ¿De qué manera, sin esta libertad estilística, habría dado forma a los tres discos de la Trilogía de Berlín? ¿Con qué otro ritmo, que no fuera el que escogió, nos podría haber convencido de que “podemos ser héroes por un día”?

Él supo lo que hacía. Y lo supo hasta el último momento, pues su extensa carrera, no se detuvo con más margen que el de una semana, la que separa su viaje interestelar hacia el cielo del que vino de la publicación de su último trabajo: Blackstar (RCA, 2016), un disco brillante, un colofón que gusta e inquieta, un acercamiento al Bowie experimental, desde la madurez que fue ganando.

Un fin de trayecto que, grabado en Nueva York y producido, como no pocas veces ha ocurrido en su carrera, por Tony Visconti, atrapa y reconcilia desde el primer hasta el último corte, sin olvidar el -¿premonitorio?- single “Lazarus”, esa admiración que siempre despertó Bowie en nosotros, permitiéndonos amar su incansable afán de exploración –e intimismo, que también lo hay-  y disfrutar de la herencia que nos deja el que consiguió ser un mito en vida, más allá de la póstuma idolatría de quienes –por convicción o “postureo”- son estos días fans incondicionales.

 

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