La cita (o: La historia de una polla judía) de Katharina Volckemer.
por J. Luis Romero González
No consta el título completo en la edición de editorial Anagrama en la portada. Lo conocemos en su primera página.
No he tenido necesidad de recurrir a un psiquiatra. El único que traté -fuera de consulta- no merece mi confianza para convertirme en paciente suyo y no tendría el valor necesario para ponerme en sus manos ni que registrase mis pensamientos en sus agendas de pastas negras donde los anota con pluma cargada de luctuosa tinta.
Si Freud achacaba casi todo a un tal Edipo o a su prima Electra, mi conocido analizador mental pone el origen de nuestra conducta en las costumbres supersticiosas/ religiosas/ costumbristas recibidas en la infancia durante las décadas del mencionado como nacionalcatolicismo (Lo pasó mal de niño por no besar el pan caído de la mesa en el momento de ser recogido del suelo. ¡»El pan es bendito»!. Plas plas en el rostro. Amén, tuvo que responder).
¿ A qué viene hablar de psiquiatras, si lo que se trata es de comentar una novela cuya portada es un juguete de mesilla de noche tatuado de cruces gamadas? (no las veo excitantes pero para gustos…).
Pues tiene muchas coincidencias. La novela trata sobre la identidad nacional alemana, la identidad sexual de la joven protagonista, de Adolf Hitler… de una provocadora protagonista que elige un psiquiatra en Londres – que resulta ser judío- e intenta redimir su culpa germánica ante el pueblo descendiente de Abraham, David, Moisés… y el cordobés Maimónides (siempre barro para casa).
¿Y qué cuentan que se hace en esas consultas? Hablar, hablar, hablar… Escuchar, escuchar, escuchar… El que gasta saliva, paga. El que somnoliento apunta o garabatea, cobra.
La chica crea un monólogo sobre la pasada historia alemana y como sus ciudadanos la interpretan, su condición de mujer, la percepción de su cuerpo, su identidad femenina («Aún puedo sentir la tristeza con la que me levanté aquel día, la tristeza de saber que nunca conseguiría ser uno de esos rubios y hermosos muchachos alemanes…»), deseos, fantasías («Sé que esos robots están diseñados para satisfacer las necesidades sexuales… ¿tan difícil sería construir uno con una polla electrónica?), … que llegan hasta al mismísimo Führer.
Una verborrea interminable, sin tapujos («A mí siempre me había dado reparo meterme en el cuerpo algo que funcionase con electricidad… Imagine los titulares: MUJER SOLTERA CON DOS GATOS MUERE POR VIBRADOR DEFECTUOSO») sin pelos en la lengua, donde busca finalidad sexual a todo, desde alimentos («Nunca se nos ensaliva lo bastante lo bastante la garganta como para chupar a nadie con devoción, porque nos han criado con demasiado pan seco») a animales (como la cola de las ardillas) pasando por la familia («Esos años en los que todos tus tíos babosos se juntan e intentan abusar de ti…), que provoca necesariamente la carcajada. No sólo por la situación, argumentos absurdos pero sobre todo, por la necesidad de lavar su culpa ante el genocidio.
Imagino que ante un psiquiatra se hace lo mismo, esto sí lo experimenté- que con un confesor: contar lo que nos dé la gana.
Hablando de confesionarios oscuros recuerdo una frase de la obra: «Cada persona es el pecado de otra».
Culpa venial o mortal sería el no leer esta divertida obra que desde su portada reclama nuestra atención. No le digamos «Vade retro».
