Prenda de abrigo de Francisca Aguirre.
por Rubén Olivares
Nos contaba Gabriel Celaya que “…la poesía es un arma cargada de futuro…”, un arma con la que defendernos de una realidad que nos asfixia por momentos. Un instrumento de liberación, que alimenta el alma (quizás por eso Lorca comentaba que, si él tuviera hambre, pediría medio pan y un libro), y por ello Francisca Aguirre reivindicaba la poesía y la literatura como una “…prenda de abrigo…”, objetos que deben cuidarse para que nos sigan abrigando con sus hojas y nos den el calor que el alma necesita.
“Prenda de abrigo”, antología póstuma de Francisca Aguirre, es el legado que nos ha dejado después de una vida dedicada por completo a la poesía, palabras que entendía como un compromiso con la vida. Acercarse a este libro es volcar la mirada en el último trabajo de una poetisa que dedicó sus últimos días de vida a reunir en un único volumen los poemas más granados de su obra, un compendio personalísimo que fue construyendo con la ayuda de su hija, Guadalupe Grande, quien ha heredado el amor por los versos de su madre. La poesía de Francisca Aguirre es un viaje sin escalas a los paisajes que el recuerdo de esta poeta dibujó con sus versos. Al abrir este libro abrimos una ventana a un mundo íntimo, plagado de recuerdos que nos transportan a una infancia mucho más simple, dominada por el recuerdo de tiendas en las que se amontonaban pilas de viejos libros que yacían bajo el polvo esperando a una segunda vida, juegos infantiles en una estrecha calle, pero también el descubrimiento de las epopeyas y lugares míticos de la cultura grecolatina, así como el amor por la pintura y el arte. Los recuerdos felices de Francisca se mezclan con la memoria de un tiempo en blanco y negro en el que rememora las escenas de injusticias y abusos de la guerra y la posguerra civil, el destierro de los exiliados y el lamento de los desposeídos.
Sus poemas son cicatrices de una vida que vivieron miles de españoles en una época teñida de grises, un bálsamo a través del cual vertía el dolor de los recuerdos que vivió, para poder sanar las heridas del corazón, permitiéndole superar las oscuras escenas que le tocó vivir, como el asesinato de su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, ajusticiado por el posfranquismo. Quizás por ello en sus poemas se mezclan los inocentes recuerdos infantiles de una vida sencilla, pero feliz, con los amargos recuerdos de un conflicto que sólo le trajo desgracias y que le arrebató aquello que más puede querer una hija. Esta antología es un manifiesto contra el olvido, contra aquellos que pretenden sepultar con indiferencia el pasado, un alegato a favor de la vida y la imaginación, una defensa de la memoria personal y grupal de una generación que vivió bajo las tinieblas y que fue víctima y testigo, un pedacito, al fin y al cabo, de Francisca Aguirre que sigue viva a través de sus poemas, con los que nos desnuda su experiencia vital, marcada siempre por un referente moral como Antonio Machado al que reivindica como su maestro en su poema Frontera.
Por fortuna en este país, en el que algunos han decidido consagrar como nuevos poetas a toda una generación de escritores en verso que lanzan su obra a través de redes sociales y librerías, respaldados por un tsunami de marketing poético que pretende encumbrar a redactores de versos y poemas con una profundidad lírica digna de ser plasmada en una taza de desayuno, en la puerta de algún inodoro o una pared, aún quedan algunos críticos que contribuyen a dotar de sentido a los premios literarios que aún no han sido copados por grandes grupos editoriales que encumbran a sus elegidos en un proyecto de “yo me lo guiso (te doy el premio), yo me lo como (te promociono y me forro)”, y se reconoce el talento poético cuando te cruzas con él. Por ello, antes de su muerte, Francisca Aguirre pudo disfrutar del reconocimiento a su trayectoria poética con el “Premio Nacional de las Letras de 2018”, premio que, tras leer esta antología, creo más que merecido.