Con e de curcuspín de Mario Obrero
por Lara Vesga
Sería mi noveno o décimo cumpleaños cuando pedí como regalo a mis padres un libro para aprender euskera. Por aquel entonces vivíamos en un pueblo de Segovia, bastante alejados de Euskadi, pero, como suele decirse, a mí siempre me había tirado el norte, lugar de origen de mi familia materna. Recuerdo ir de la mano de mi amama por las calles de Errekalde, el barrio de Bilbao donde vivieron hasta jubilarse y trasladarse a Cantabria, intentando desentrañar ese idioma desconocido que veía escrito en carteles y libros. Una vez, sin darse cuenta, me compró un cómic de Astérix y Obélix en euskera. Yo no me quejé al abrirlo en casa, sino que me propuse que algún día entendería lo que allí estaba escrito.
Al poeta y estudiante de Filología Hispánica Mario Obrero (Getafe, 2003), le pasa un poco lo mismo, pero no solo con el euskera, sino con el galego, el aragonés, el català, el aranés, el asturiano y el estremeñu. Presentado en formato de cartas de amor a las lenguas minorizadas del Estado, «Con e de curcuspín» homenajea a la diversidad lingüística de España desde una preciosa reflexión poética sobre la identidad y la memoria colectiva y reivindica todas las lenguas del país desde su mismísimo centro, Madrid, por sorprendente e inaudito que ello pueda parecer.
No hay mejor carta de presentación del libro que la historia que hay detrás de su título, y que cuenta una entrañable anécdota ocurrida durante el franquismo en una escuela asturiana, donde un maestro castellanohablante enseñaba las vocales a sus alumnos. No hubo mayor problema con la a de abanicu, muy cercana al abanico castellano, pero cuando el profesor mostró la imagen de un erizo para ilustrar la letra e y dijo: “Es la e de…”, todos los niños respondieron: “¡Ye la e de curcuspín!”.
Y de curcuspines va precisamente este libro, de esos erizos no normativos que hacen frente al monolingüismo impuesto y que abogan por una sociedad más inclusiva, plural y políglota, capaz de reconocer y valorar las lenguas minoritarias, históricamente marginadas pero persistentes gracias a la tenacidad de sus hablantes. Comparto con el autor el deseo de un futuro donde se otorgue a cada una de las lenguas habladas en el Estado el valor y el reconocimiento que merecen en sus territorios, protegiéndolas y fomentándolas en todos los ámbitos: educativo, laboral, social, etc. Que fuera de ellos, a nivel nacional, se haga esta labor, al menos a nivel educativo, ya suena a quimera, pero al menos a mí me hubiera gustado en su día aprender, aunque fuesen pinceladas, de cada una de las lenguas del Estado.
Gracias a un trabajo que me hace viajar bastante por las distintas comunidades autónomas, he podido disfrutar de muchas de las lenguas que recorren la obra de Obrero. Me defiendo con el català escrito e intento expresarme oralmente y entenderlo; me presta el asturiano desde ese día en que una camarera de Oviedo me dijo: ¿Póngote una piedriña? y me enamoró esa pregunta para ver si quería hielo en la bebida; chapurreo algo de gallego gracias a varios amigos de allí y me llaman poderosamente la atención el resto de las lenguas del Estado, que intento hablar cada vez que visito sus lugares de origen. Y hace seis meses me apunté a un euskaltegi para aprender euskera y poder leer, por fin, ese cómic que me compró mi amama en Errekalde cuando era una niña. Poliki poliki, pero creo que podré hacerlo dentro de no mucho tiempo.