El órgano de Diego Sánchez Aguilar
por Rubén J. Olivares
Con “El órgano”, Diego Sánchez Aguilar entrega al lector una novela breve pero cargada de densidad simbólica, misterio atmosférico y una pregunta que resuena como una nota sostenida al final de una sinfonía: ¿hasta qué punto puede el arte rozar una verdad absoluta, y qué ocurre con el artista que osa acercarse demasiado? Publicada por la editorial Candaya en 2025, esta novela, híbrida y desconcertante, sitúa a Sánchez Aguilar entre los escritores más singulares y radicalmente contemporáneos del panorama narrativo español.
La trama, en apariencia sencilla, se construye sobre un dispositivo narrativo clásico: un funcionario del Estado —figura sin nombre, sin rostro, casi una sombra burocrática— es enviado a un remoto pueblo de montaña para investigar dos sucesos inquietantes y entrelazados: el incendio de la iglesia y la muerte del organista local. El lector, como el protagonista, penetra en una comunidad hermética que se resiste a ser comprendida, a la vez que empieza a intuir que el centro del misterio no está tanto en lo que se dice como en lo que se calla.
Lo que podría haber sido una novela de misterio al uso se convierte rápidamente en una obra de naturaleza alegórica, gótica y profundamente inquietante. El autor desarma el género policiaco desde dentro, valiéndose de su esqueleto para construir algo mucho más oscuro: un mito contemporáneo, una tragedia disfrazada de informe, una indagación metafísica sobre el arte, la locura y la culpa.
El protagonista se desplaza por el pueblo como un médium: recoge testimonios, escucha a los lugareños —todos marcados, directa o simbólicamente, por la figura del organista— y reconstruye un rompecabezas que parece resistirse a su lógica racional. Pero la estructura no es lineal ni progresiva; más bien, se articula como una fuga musical, en la que los temas se repiten con variaciones, se superponen voces, se insertan disonancias.
Los monólogos de los habitantes del pueblo conforman una polifonía fragmentada y poderosa. Cada uno aporta una visión parcial del organista, ese personaje ausente y sin embargo omnipresente. ¿Quién era realmente? ¿Un genio? ¿Un loco? ¿Un místico? ¿Un peligroso heresiarca? El lector nunca accede directamente a su voz, y sin embargo, lo escucha en cada frase de los demás, como si su figura se hubiera convertido en una suerte de leyenda viva, un mito que articula las tensiones más profundas de esa comunidad.
En este sentido, “El órgano” bebe tanto de la novela gótica como del existencialismo contemporáneo. Hay algo de Lovecraft y de Faulkner, pero también de Dostoievski y de Thomas Bernhard. La música —y en concreto el órgano como instrumento sagrado, monumental, casi celestial— funciona como símbolo del poder creativo que conecta lo humano con lo divino… o lo monstruoso. El organista, obsesionado con una “pieza perfecta” que desafía toda lógica, encarna al artista absoluto, el que sacrifica todo por una verdad que apenas puede nombrarse.
La novela sugiere que el arte —cuando se convierte en absoluto— no solo redime o salva, sino que también puede destruir. El organista no era un simple músico de iglesia: era alguien que intentó, con su instrumento, convocar algo más allá del mundo, poner en sonido una visión del abismo. El órgano, entonces, se transforma en una máquina de revelación, y al mismo tiempo, en una amenaza.
Este conflicto entre creación y destrucción, entre música y silencio, entre lo sagrado y lo profano, atraviesa la novela de principio a fin. Diego Sánchez Aguilar —como ya hiciera en “Los que escuchan” — parece obsesionado con los límites del lenguaje y la expresión, con la tensión entre la palabra y el silencio, entre la voz individual y la memoria colectiva. En “El órgano”, lleva esa exploración al terreno de lo metafísico y lo simbólico, sin renunciar por ello a una narrativa poderosa, bien escrita y cargada de imágenes memorables.
A nivel estilístico, Sánchez Aguilar despliega una prosa controlada pero rica, precisa pero poética. Hay pasajes que rozan lo lírico sin caer nunca en la grandilocuencia. La voz narrativa se adapta con habilidad a cada interlocutor del protagonista: ancianos temerosos, niños que repiten supersticiones, curas ambiguos, vecinos que guardan secretos que tal vez ni comprenden. El autor maneja con maestría los registros, y logra que cada voz suene auténtica, verosímil, inquietante.
La economía de medios con la que construye la atmósfera es admirable. Pocas páginas bastan para crear un universo cerrado, opresivo, cargado de simbolismo. El pueblo de montaña —sin nombre— se convierte en un espacio mítico: aislado, elevado, aparentemente suspendido en el tiempo. Es un territorio casi bíblico, en el que las leyes humanas se difuminan y la culpa colectiva adquiere un peso metafísico.
“El órgano” es, en suma, una novela breve, sí, pero de largo aliento. Una obra que exige y recompensa, que inquieta y fascina, que deja preguntas abiertas y una sensación de extrañeza que perdura mucho después de cerrar el libro. Diego Sánchez Aguilar se confirma aquí como un narrador inclasificable, capaz de conjugar géneros, de perturbar expectativas, de tensar las cuerdas de la literatura hasta hacerlas vibrar con una nota única.
No es una lectura para todos los públicos, ni pretende serlo. Pero quienes se atrevan a adentrarse en esta fábula oscura sobre el arte y sus peligros encontrarán en “El órgano” una de las propuestas más arriesgadas, originales y profundamente humanas de la narrativa reciente.
