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Por Francisco Gómez.

Yo también sueño caminos de la tarde entre la Avenida de la Libertad y Altabix, mi pequeña patria, el microuniverso donde habito, el lugar donde están las personas más importantes de mi vida.

Sueño caminos y esperanza de la vida que añoro, las historias que contar, los libros por escribir, los viajes con ella y al aroma del azahar en el aire, los raíles que nos llevarán a nuevos lugares en los que observar a otras gentes, otros paisajes, otros espacios e idear otras narraciones que asalten mi cabeza.

Mi vida son los caminitos que se cruzan y se alejan, este regusto andariego de mis pasos que me llevan allí donde el corazón ordena. Mis pasos, hoy desordenados, perdidos en el laberinto de mis incertidumbres que no saben si tendrán mañana ni salida, aire nuevo con un azul que rompa el gris que hoy acosa. Camino con lágrimas en las manos sin saber bien hacia dónde voy, adónde me llevarán mis gastados zapatos de caminante.

Caminante no hay camino/se hace camino al andar.Dice aquel poeta cuya senda he recorrido a la búsqueda de sus caminos. El Patio de los Naranjos con Jaume donde «maduro reposa el limonero», las Vegas de Úbeda y Baeza con sus mares y veredas. Soria, mística y guerrera, con mis amigos Miguel Ángel, Vicente y Amador. Allí llegué al borde de la emoción recorriendo sus caminos, los pasos de D. Antonio Machado, el buen poeta que en los lejanos tiempos del instituto me enseñó para siempre a amar la poesía. Como él, también anduve la ribera entre San Polo y San Saturio entre los álamos cantores ensimismados en los paseos que Machado daría con Leonor, su amor. El paseo hasta la ermita que recorría con su mujer ya enferma en silla de ruedas. El lugar, hoy ocupado por un moderno edificio, donde el poeta se hospedó ligero de equipaje. La tumba donde reposa para siempre la amada. Una lápida sencilla y discreta en el cementerio soriano a orillas de la música del Duero. «A Leonor. Antonio» y la foto de enamorados, cogiditos de la mano. Y los nostálgicos, pobres tontos, siempre a la búsqueda de Dios entre la niebla, que no olvidan y dejan algún ramillete de flores a los pies de su sepultura. Y el poema del olmo hendido por el rayo y en su mitad podrido. «Mi corazón también espera hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera». Y el instituto donde el profesor «Manchado» dio sus clases de francés y las fotos que le recuerdan y sueñan junto a su hermano, Manuel, en los patios que son estampa de hoy pero transportan a otros tiempos, otra época de España que nunca tuvo que ser.

Mientras camino por la Correora, la Glorieta, Reina Victoria, Bernabé del Campo Latorre, Avenida de Novelda, Avenida de la Universidad, recuerdo tantas cosas. Lo que fue y ya no es. Lo que pudo haber sido y se marchó. Las invenciones que siembran el papel. Las personas que amo y se han ido y con quienes hablo en íntima comunión, los días vividos.

Los días perdidos, las tardes contradictorias y amarillas, las noches desoladas a lomos de mi caballo blanco cuando la música de mis predilectos es la única compañía en las horas del cierzo y la tempestad.

Los caminos recorridos en los tiempos universitarios cuando el futuro estaba por escribir en la capital de las Españas y las posibilidades estaban abiertas y las primeras soledades de hombre. Los caminos viajeros por Hispalis, la mágica, la España mística e interior de Burgos y su catedral, Ávila y sus murallas evocadoras en compañía de mi amigo Vicente. El siempre recordado camino a Portugal por viales de tren a la ciudad de Pessoa y sus heterónimos con sus plazas y cafés y sus fados tristes en Alfama. Los viajes perdidos al Norte con la pérdida y la melancolía en la mochila. A tierras gallegas de pazos, vieiras y albariño, prados verdes y anocheceres eternos. El viaje a la acogedora Asturias y Gijón y su puerto y pleamares. La escapada a Santander y su Magdalena y las playas de hierba. El viaje deportivo con el Elche a Bilbao para subir de categoría y disfrutar de la hospitalidad del alma vasca.

Los caminos interiores a tierras manchegas, a la patria de mi madre, la más literaria de todas las ciudades españolas, El Toboso. Allí donde Alonso Quijano el Bueno soñó sus amores con la sin par Dulcinea del Toboso. Allí donde el horizonte es línea de eternidad y los caminos se pierden en la evocadora distancia. Allí está parte de mi corazón, con mis abuelos maternos, mis tíos y primos. Recuerdos de caminos de infancia con mi hermana y mi madre y la tienda de Luis que me permitía recrear el mundo a vista de tebeos.

Los caminos que fielmente recorría mi padre cada madrugada para laborar en La Legión durante más de dos décadas, con sus repechos y meandros. La senda labrada a golpe de paso de los honrados trabajadores y las lanzas alrededor, peones de la resistencia al humo tóxico del caucho que torturaba el ambiente. Hoy, el paisaje es escenario de desaparición y olvido pero no para una memoria que guarda. Entre edificios universitarios, la Legión sigue erguida en las rutas de la imaginación.

Yo también voy soñando caminos de la tarde en la ribera. Los caminos que me llevaban a ella, hoy son territorio vedado. Caminitos blancos que se cruzan y se alejan. Caminos que hoy no puedo caminar con ella.

 

A D. Antonio Machado. Con vivo afecto y profunda gratitud.

 

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