Uno siempre ha tenido grandes sueños que esperaba cumplir. El paso y las aristas de los años te han recortado posibilidades, obligadas desde fuera o autoimpuestas desde dentro. No sé si la vida es un continuo aprendizaje para conocer tus límites y aceptar tus derrotas para luego saber picotear instantes de felicidad que vienen a cuentagotas. Saborearlos, paladearlos como si fuesen el último antes de cerrar los ojos y emprender el viaje definitivo.
Uno observa que ya nunca seré quien quise ser. Que hay otros, más jóvenes, más audaces, más competitivos y menos recortados que supuestamente culminarán sus ansias. Uno habrá de aceptar, una tras otra, todas las batallas perdidas y retirarse a su templo, allí donde el espacio te ofrece la calma y serenidad para tu espíritu castigado.
Sospechas que no se harán realidad tus proyectos de vida, convencionales, en un tiempo y una sociedad mediocre y aburrida, con las escasas pretensiones de llegar a fin de mes boqueando. A veces pienso que la literatura le está comiendo el terreno a la vida cuando siempre he pensado que la literatura es vida después de ser vivida y la literatura no puede ser centro y objeto de la vida.
Miro el panorama y veo poco y lo poco que veo me desazona y aburre. A micro y macroescala. La monotonía de los días recortados, el temor y la indignación de la gente. Hay un runrún de la gente que pide cambios, que exige cambios, que no paguen siempre los platos rotos los de abajo. Contemplo el paisaje y me invade el escepticismo y la desesperanza. En un tono general pero sobre todo en mi vida particular.
Ya no veo claro que se cumplan mis proyectos personales, aquellos que esperaba convertir en convencionales. Y el hueco, la orfandad, el agujero lo inunda la literatura, como si quisiera sumergirme en letras vividas en mi conciencia, en mi pensamiento, en la imaginación. Y la vida fuese el escenario alternativo tras el despliegue de las hormigas negras, leídas y escritas.
Me resisto. No me resigno a sentir que mi destino sea la literatura y no la vida, que siempre está afuera con su banquete de frutas dulciamargas. Como uno de esos protagonistas de la novela de Luis Landero, «Hoy, Júpiter». Un hombre que soñaba ser escritor y renuncia a la vida y la vida le cobra sus intereses con la pérdida de su mujer para vivir aventuras y puertos con un marinero que en su vida ha leído un libro. La vida y sus escalas han sido el libro abierto de este aventurero. O como el protagonista de uno de mis relatos, «El escritor anónimo». Un autor que a medida que asciende los peldaños de la fama literaria y social, ve reducidos sus márgenes de vida personal, aquellos que anhelaba que colmasen sus aspiraciones mientras observa desolado cómo los otros despliegan sus proyectos de felicidad al margen de él. El escritor se transforma en un fenómeno del escaparate pero alejado de la realidad vital que le circunda.
Entre literatura y vida, siempre apostar por la vida. La literatura es la compañía pero no el motor donde basar el transcurrir vital. Cuando las ruedas se invierten, el eje camina torcido, las rutas equivocadas y el destino de llegada puede invertirse hacia sendas a las que no queremos derivar. Pero cuando la vida no cumple las expectativas viene el repliegue, el ensimismamiento. La soledad te invita a entrar en su casa y entonces la luz de la literatura cubre las estancias. La vida duerme agazapada en un rinconcito. ¿Quién sabe hasta cuándo y quién sabe si estará dispuesta otra vez a levantarse para cambiar los ejes?