Austeridad sobre las tablas a golpe de tacón y palmas
Por Sandro Maciá.
Ya nos enseñó el minimalismo, para los que gustan de disfrutar del arte, que con poco puede hacerse más que recurriendo a un excesivo número de artificios. Sí, ya nos lo enseñó pero, ¡ay, amigos!, qué poco nos dura este aprendizaje cuando de espectáculos se trata.
Telas, luces, gente… Bultos y más bultos sobre el escenario, así concibe algún que otro director un montaje llamativo, una obra impactante, un talentoso show. Cuanto más azúcar, más dulce, ¿no es así?
Bien, pues rompiendo nuevamente las ilusiones de los más crédulos, he responder con rotundidad: no. Ene, o. No, nada más alejado de la realidad. Si lo que se quiere es hacer del espectáculo una muestra atractiva y un momento estéticamente glorioso sobra con dejar que el arte fluya, inunde, se cuele por los recovecos de los auditorios y emane de donde ha de hacerlo: de los propios artistas.
Al menos eso se deduce, con la cantidad de matices que –seguro- se perderán en mi breve y trasnochada descripción, de lo que pudimos ver todos los presentes en la la velada del pasado viernes, noche en la que Rafael Amargo convirtió las tablas del Gran Teatro de Elche en su “Suite Flamenca”, espectáculo que se estrenó esa noche en España tras el recorrido del bailarín y su compañía por China, donde ha cosechado un éxito igual o mayor que entre los españoles.
De las luces y las sombras, de los vivos colores de la ropa, de los surcos del sonido en el aire. De esos y otros elementos se fue formando una atmósfera que, si bien sirvió para que Amargo pudiera mostrarse tan grande como es, envolvió también con sutileza y sencillez al cuerpo de baile, a los cantaores y cantaoras y a una invitada de excepción, María Toledo, que enamoró al público con una voz desgarrada y potente, de una fuerza y carácter único que sólo se superaba cuando ella misma se sentaba al piano. Perfección, no hay más.
Con una austeridad exacta y necesaria que cortó el aire a golpe de tacón y palmas –y la respiración de los presentes-, las canciones que se fueron sucediendo en todo el show a modo de telón sobre el que se fueron exhibiendo los estudiados y hermosos movimientos y ritmos, aderezaron con acierto algunos momentos cumbres, como fue el instante en que entonaron la copla Ojos Verdes o la versión flamenca de la archiconocida canción canaria Dicen que te vas para la Gomera –que fue un derroche de alegría y desparpajo-.
Si a esto, además, le añadimos el valor de estar frente a los espectadores más de dos horas, el sobresaliente está más que ganado. Pero, como cuanto más puede dar uno, más se le exige, no sería posible premiar a Rafael Amargo con tal calificación si no hubiera hecho gala de esos detalles que sólo los maestros saben usar para marcar la diferencia, detalles que en su caso consistieron en un vestuario que fue de lo clásico a lo vanguardista y en saber llevar a sus compañeros de escenario por donde él quería, no sin que eso limitase la capacidad de improvisación de la propia María Toledo, quien bordó el final de la actuación con una canción dedicada a José María Manzanares, torero alicantino de raíces ilicitanas.
¿Una guinda para el pastel? El vídeo que precedió a Amargo y que fue elaborado con motivo de la declaración del Flamenco como Patrimonio de la Humanidad.