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La guerra destruye a las almas

Por Vanessa Díez

Mi abuela nunca hablaba de la guerra. Con tan sólo doce años ya trabajaba en casa ajena como niñera. Los bombardeos estuvieron cerca. Ella era de un pueblo cercano al aeropuerto de Alicante. No quiso contar aquellos años. Zanjaba el asunto con «si la guerra fue dura, peor fue la posguerra». Y el silencio se instalaba en su recuerdo, atormentándola.

La guerra destruye a las almas. Dejan de ser las que un día fueron para tan sólo seguir caminando. Sin el sentimiento de los años de juventud, para no sentir dolor, seguir viviendo pero sin parecer vulnerables, sin permitirse sentir lo que en aquellos años les arrebataron.

Niza escribe la historia familiar para su sobrina. Le ofrece las respuestas. Por qué son de esa manera, por qué han pasado esos hechos en la familia, los silencios, los rencores, aquello que no se ha dicho. Por qué cuando algo se oculta, se calla, se silencia, se aparta, queda enquistado en el pasado familiar. No se olvida cómo se pudiera imaginar, se repite una y otra vez en las futuras generaciones hasta que se descubre y se resuelve. El dolor debe ser curado.

Todo comienza en Georgia en 1917 cuando Stasia, la hija de un fabricante de chocolate, quiere convertirse en bailarina. Pero con diecisiete años se enamora de Simon, oficial de la Guardia Blanca, algo que lo cambiará todo. Estalla la revolución, se casan y finalmente él se cambia al Ejército Rojo venciendo en la contienda. Por el camino ofrece su persona, ya no será el mismo, no vivirán su matrimonio, la distancia los separa, y cuando se unen de nuevo ya no se conocen. Esto se repetirá en cada hombre de la familia que lo entregue todo por la guerra. Dará su esencia, no tan sólo su valor, dará su energía y sus ganas de vivir. Y Stasia verá como su hijo se perderá también en la guerra y cómo afectará a las mujeres de su familia, su hermana, su hija, su nuera, sus nietas y sus biznietas, incluso ella misma.

El hijo de Stasia querrá ser digno de su padre y será el hombre de guerra intachable, sacrificando incluso a su propia hermana. Será exiliada en Inglaterra, debiendo formar una paralela, apartada de la familia. Sus sobrinas no sabrán de ella, tan sólo irán llegando sus discos, al convertirse en una cantante de éxito. No le estará permitido volver y eso la matará.

Las nietas de Stasia volverán a repetir los pecados de su tía sin ser conscientes de ello. Su padre esperaría de ellas que fueran dignas de su apellido, pero se encuentra con mujeres que luchan por tener un camino de libertad aunque tengan que enfrentarse a su oposición.

Las biznietas de Stasia ya ven tan sólo la caída del Imperio familiar, la escasez y la miseria. Ya quedan muy lejos los mejores años, los de la opulencia y los del buen nombre. Su hijo retirado ya no es aquel que fue ante los demás. Taciturno y cabizbajo merodea por la casa. Siendo el hombre de la familia se opuso a todas las mujeres que quiso por aquella que perdió en la guerra. Incluso su nieta más querida tendrá un final que él no espera. No sabrá afrontarlo.

Stasia habrá sido la portadora de la maldición familiar. Habrá visto cómo la receta secreta del chocolate de su padre marcaba a los miembros de su familia, dándoles un trágico final. Ella verá muchas de esas muertes y no podrá cambiar el rumbo del destino.

Brilka será la última generación y su tía, que se alejó para no sufrir, deberá emprender el camino de regreso hacia ella, para sanar las heridas del pasado, y comenzar un nuevo camino.

Nino Haratischwili en La octava vida (para Brilka) nos ofrece una gran novela, aunque extensa (1002 páginas) muy bien escrita, llevándonos por diferentes épocas en cada generación de esta familia, descubriéndonos las razones de por qué nos comportamos de un modo u otro con nuestros seres queridos. Es el dolor el que avanza durante todo el camino. La guerra con su destrucción lo arrasa todo. La guerra ha terminado pero no siempre somos capaces de darnos cuenta y volver a empezar con la misma fuerza que tuvimos antaño. Siempre duele.

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