Botánica ilustrada por Mª Carmen Soria (autora) y VV.AA. (ilustraciones).
por Rubén J.Olivares
Hay libros que no se leen con los ojos, sino con la respiración. Se abren como se abre una ventana al amanecer: dejando entrar la luz, el aire, el murmullo de lo vivo. “Botánica ilustrada”, de Mª Carmen Soria, es uno de esos libros que más que hojearse, se pasean; más que estudiarse, se sueñan. Al desplegar su cubierta dura, amplia y generosa, uno siente que atraviesa un umbral. Las páginas no son páginas: son senderos. Cada ilustración se ofrece como un claro en el bosque, una parada en medio de un jardín secreto donde el tiempo se detiene. El siglo XVIII y el XIX, con su sed de descubrimiento y su paciencia para nombrar cada hoja, resucitan en este espacio silencioso que el libro contiene y al mismo tiempo libera. Las flores, las hojas, los frutos que aparecen, no son sólo dibujos. Parecen haber absorbido la savia de los días y el pulso de las estaciones. Están ahí, detenidos en un instante eterno, y sin embargo respiran.
Soria no habla como una académica distante, sino como una guía que camina a nuestro lado. Sus palabras son breves notas al margen del paisaje: historias que iluminan, anécdotas que despiertan la curiosidad, destellos de conocimiento que no interrumpen la contemplación, sino que la enriquecen. Como si mientras paseamos, alguien nos señalara suavemente un detalle: “Mira esta hoja, ¿ves cómo se ondula? Aquí hay algo más que belleza, aquí late también un símbolo, una memoria, un uso ancestral olvidado.”
El formato mismo es un gesto poético. Grande para que el trazo no se pierda; sólido para que el tiempo no lo desgaste demasiado deprisa. Y esas diez láminas que se pueden desprender son como hojas que el lector puede arrancar sin miedo, no para destruir el jardín, sino para sembrarlo en su propia casa (aunque yo no he tenido el valor de separarlas del libro; me gusta conservar este jardín tal y como es). Colgadas en una pared, parecen ventanales por donde se cuela un aire antiguo, una respiración vegetal que se mezcla con lo cotidiano. No se trata de acumular datos, sino de recuperar un modo de mirar. Cada lámina recuerda que antes de la fotografía hubo manos pacientes que copiaron la vida con precisión y ternura. En ellas, ciencia y arte se dan la mano, como raíces entrelazadas bajo la tierra. Y nosotros, al recorrerlas, redescubrimos el valor del detalle, la importancia de detenerse.
El libro es, entonces, un paseo de los sentidos. Los ojos contemplan, pero es el corazón el que se conmueve. La curiosidad intelectual se entrelaza con la emoción estética, y uno acaba comprendiendo que la botánica no es sólo un saber: es una forma de poesía.
Al cerrar el volumen, no se tiene la sensación de haber terminado una lectura, sino de haber salido de un jardín secreto al que siempre se podrá volver. Como esos lugares de la infancia a los que acudimos en la memoria cuando necesitamos calma, “Botánica ilustrada” se convierte en refugio y en promesa: cada vez que se abre, florece de nuevo.
Es un libro para regalar (que, por cierto, fue cómo conseguí esta pequeña joya en formato libro, gracias a que Ana Olivares me lo regaló) como quien ofrece un ramo eterno, para tener cerca como quien guarda una semilla que nunca se agota. En sus páginas, la botánica deja de ser un catálogo de especies y se convierte en una celebración de la vida.
Y así, casi sin darnos cuenta, descubrimos que no hemos leído un libro, sino caminado entre flores antiguas que aún nos hablan, que aún nos enseñan a mirar con asombro lo que late bajo la luz del sol.
