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Las placas con nombre de verdugo

Por José Luis Marín

Pese a que la Guerra (in)Civil ocurrió hace más de 80 años, sus consecuencias aún perviven en nuestra sociedad. La llamada reconciliación nacional no se ha producido y pese a que a algún partido político que todavía no tiene totalmente claro su espacio ideológico niegue las dos Españas, cada vez que algún Gobierno propone sacar a un sátrapa de un lugar con honores unos se alegran y otros entran en cólera.
Lo que es claro es que quienes se sublevaron contra un régimen democrático, elegido por el pueblo y, por tanto, legítimo; se pueden considerar unos traidores a la patria y a la Democracia. Sin embargo, en este país los únicos que saltan las leyes y la Constitución son los catalanes, que incluso se atrevieron a proclamar un Estado Catalán dentro de la “República Federal Española”.
Nos muestran como un ejemplo a seguir la Transición española, pero en realidad un parte tuvo que ceder mucho puesto que los momentos por los que atravesaba el país eran extremadamente difíciles y convulsos, junto a los problemas económicos, la ultraderecha exacerbada cometiendo asesinatos de forma indiscriminada como la Matanza de Atocha y la banda terrorista ETA perpetrando atentados a lo largo y ancho de la península Ibérica.
La postguerra y la dictadura fueron incluso mucho más difíciles que la guerra puesto que se estableció un régimen capaz de aniquilar y exterminar a cualquier persona que pensara de forma diferente al canon establecido. La forma déspota con la que se trataba a una parte importante de la población en la que no respetaba ni de lejos los Derechos Humanos es sólo un ejemplo. Las torturas, las extorsiones, las coacciones y las detenciones eran sistémicas y sistemáticas contra los rojos y en ese saco estaban los nacionalistas catalanes, los comunistas, los socialistas, los anarquistas, los sindicalistas y cualquier persona que no comulgara con las tesis tradicionales-católicas y conservadoras impuestas por el Régimen.
La transición dejó muchos flecos abiertos porque no se resolvieron de forma satisfactoria las pretensiones de una parte de la población que durante décadas había sufrido violaciones, prisión, deportaciones, exilio, confiscación de bienes, trabajos forzados o internamientos en campos de concentración. No se anularon los juicios políticos, que ni siquiera cumplían con las garantías judiciales mínimas, ni se devolvieron los bienes objeto de confiscación a los legítimos herederos o a sus causahabientes.
En el siglo XXI, los descendientes de aquellos que sufrieron esas consecuencias todavía tienen que convivir junto a los verdugos y a sus recuerdos: callejeros, placas de las antiguas viviendas de protección oficial o cruces de los caídos en los pueblos y ciudades de nuestro país haciendo mención sólo a una parte de la población. Por supuesto, el callejero es también política, y en un estado democrático no pueden aparecer en placas aquellos que sean responsables de matanzas, asesinatos y cualquier acto que sea contrario a la igualdad, a la libertad y al pluralismo político.
El poeta, novelista y ensayista Javier Ruiz Martín (Madrid, 1964), es el autor de El Callejero maldito, un libro que ofrece al lector la oportunidad de hacer un recorrido urbano en el que conocer alguna de las infamias que cometieron aquellos hombres que aplastaron la II República y apoyaron el régimen de Franco.

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