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Los nombres propios de Marta Jiménez Serrano. 

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por Vanessa Díez Tarí

Ese verano mi hermana y yo disfrutamos de una piscina de lona azul celeste. Aquella piscina por piezas fue nuestro oasis, si no hubiéramos usado la manguera para refrescarnos. Con un bikini rosa fucsia y amarillo y una gorra negra abrazada a ella en una foto de los noventa con aquel color tan vivo. De cuando todavía se llevaban los carretes a revelar y no sabías que saldría realmente. La humedad del verano levantino no da tregua, pero jugábamos de la mañana a la tarde dejando las horas de más calor para la siesta. Después de comer la casa se detenía y sólo los gatos y los insectos eran partícipes de aventuras. Mi hermana ya jugaba con los gatos creando su propio mundo y ya corría sobre las piedras enfrentándose a los monstruos como más adelante haría en la vida. Ese verano aún estábamos ella y yo. Mi muñeca y mi juguete. Después llegaría la pequeña, para eso faltaban un par de veranos. Ella era mía y yo suya. La bañaba y le cambiaba los pañales. Jugaba con mi muñeca de carne y piel, la vestía y le cantaba. Aquel verano corríamos juntas como cervatillos alegres. Y cuando la yaya nos llamaba para cenar raudas acudíamos.

Marta Jiménez Serrano nos trae una historia de iniciación fresca y sincera. Aquellos veranos donde el agua fresca y los juegos infantiles eran más que suficiente para crear un mundo propio. Nos acompaña la voz de su conciencia, aquella intuición a la que tantas veces no hicimos caso y deberíamos haberlo hecho, pero sólo nos damos cuenta cuando nos hemos equivocado estrepitosamente. Aquella voz que un día fue la amiga invisible que le daba la mano en sus andanzas y teatros en el huerto. Nos abrirá la puerta a Belaundia Fu y su mundo creativo. Esa narradora que escuchamos que primero juega con ella y después la juzga e intenta aconsejarla, la voz de la razón, pero ella inexperta e impaciente nunca escucha. A los siete años es más importante el momento en que la abuela nos da un tomate pelado y al comerlo nos caen los chorretes hasta la barriga o el instante en que volamos antes de caer del columpio que pensar que nos mancharemos o nos haremos daño. Con algunos años más será más preciso vivir el momento y sentir los primeros besos y experiencias que pensar qué nos harán daño. Su alter ego está ahí, pero ella corre, vuela, salta y se raspa las rodillas, llora y le rompen el corazón una y otra vez. Será el paso del tiempo, como todo en esta vida, el que de templanza al personaje y empiece a ver dónde antes ni siquiera imaginaba. Y todo empieza a encajar. 

«Los nombres propios» me produjo una sonrisa al terminar su lectura. Aún teniendo un pasaje triste de enfermedad y hospital con el que me identifico, ambas hemos perdido a nuestra abuela, el balance que hago es positivo. Además es un bello homenaje a su abuela. Marta Jiménez Serrano consigue equilibrar esta historia sobre la propia voz en la que siempre hay algo de recuerdo y algo de ficción, nunca he considerado este género biografía ni nada parecido, pues en cuanto uno echa mano de la memoria alarga las situaciones y aquello que sintió para deformarlo y darle a su personaje parte de esa esencia y producir una catarsis con aquellas vivencias. Eso para mí ya es ficción. Así la autora consigue llevarnos por parte de sus recuerdos y darnos una serie de imágenes con las que consigue que nos identifiquemos para sentir su proceso de crecimiento desde los veranos en el campo hasta los días de instituto y universidad o al terminar cuando no sabes qué hacer con tu vida y te sientes tan perdida y no sabes que camino tomar. Esta opera prima os llevará de vuelta a aquellos veranos con la abuela y las primas en el huerto, a las historias de los adultos que no entendemos cuando somos niños y a las primeras experiencias que la vida nos da para crecer y madurar.

Los nombres propios
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