La habitación alemana de Carla Maliandi
por Lara Vesga
Estaba yo leyendo La habitación alemana repantigada en el sofá cuando mi pareja se me acercó y me dijo: ¡Hala! ¡Qué libro más chulo!, ¿no? Desde luego entran por el ojo las ediciones de Editorial Barrett, tan originales y cuidadas. En esta han tenido a bien ilustrar portada, contraportada y solapas con un juguete casero soviético de finales de los años setenta llamado El apartamento de Anina. Se trata de una casita de recortables antediluviana, un juego cuyos últimos coletazos aquí en España yo también disfruté hace mil años y que me recuerdan que ya voy teniendo una edad respetable. Supongo que es un entretenimiento demasiado analógico como para que ningún niño juegue hoy en día con algo así.
Pasando de la forma al fondo, esto es como cuando le decía a mi abuela, cuando se metía entre ollas con sus guisos, que qué rico olía y ella me contestaba: Mejor sabrá. Pues eso ocurre con este libro, que huele bien y sabe mejor.
Avisados ya desde la portada de que estamos ante una novela de no aprendizaje sin crecimiento personal, asistimos a la huida de una protagonista treintañera sin nombre desde su lugar de origen, donde deja familia, amigos, trabajo, perro y exparejas, para establecerse en Heidelberg, una ciudad cargada de recuerdos y ecos del pasado. Allí se instala, sin serlo, en un alojamiento para universitarios, donde conocerá a una serie de estudiantes que se convertirán en algo así como su nueva familia, lo quiera ella o no, y con los que comenzará a vivir una sucesión de situaciones tan surrealistas como trágicas.
Carla Maliandi (Venezuela, 1976) publicó originalmente en 2017 en Argentina La habitación alemana, su debut en la novela, a día de hoy traducida a varios idiomas y de la que se han vendido sus derechos cinematográficos. Escrita sin más pretensiones que el propio disfrute de escribir y sin pensar en su publicación, tal y como ha reconocido la autora, La habitación alemana bien podría haberse llamado La habitación impropia, antítesis de la novela de Virginia Woolf, ya que la historia está impregnada de una sensación de desubicación constante, de desapego y de encierro. La protagonista se ha exiliado voluntariamente, pero ni se integra ni quiere hacerlo en su destino, quizá porque una parte de ella lo asume como simple lugar de paso. Se siente como una amenaza regresar, pero también quedarse, y aunque este presumible paréntesis vital buscaba quizá alejarse de todo y de todos (que levante la mano quien no haya deseado eso alguna vez), lo cierto es que, aunque solo pretende no hacer nada más que vegetar y que los días pasen, a la protagonista le pasa de todo.
Entre karaokes, predicciones funestas de una pitonisa, un reencuentro inesperado, una noticia trascendental más inesperada aún, un suicidio, la
acumulación de decenas de emails en su bandeja de entrada, la persecución de una mujer desesperada y la compañía de un compatriota dispuesto a hacerse pasar por su marido, la historia que se narra en La habitación alemana pasa en lo que dura un parpadeo hasta llegar a un final sorprendente pero sin moraleja. Quienes odiamos los libros de autoayuda estamos inmensamente agradecidos por ello.