La isla desnuda de Lola Nieto
por Lara Vesga
El primer sonido de tantos que me sorprendió de Japón fue el de los pasos de cientos de empleados dirigiéndose a sus lugares de trabajo. Estaba en Tokio, acababa de salir del hotel y percibí ese sonido acompasado de decenas y decenas de zapatos que me recordó al principio de la estampida de El Rey León, después de la cual Scar se carga a su hermano Mufasa, padre de Simba. Estaba en una de las ciudades más grandes del planeta, pero no oía nada más que esos pasos. Nada de gritos, de sonidos estridentes de ambulancias o coches policiales, ladridos de perros ni música de locales comerciales. Me pareció que, si por los japoneses fuera, evitarían hasta ese ruido de su propio caminar y se desplazarían levitando, pero por desgracia esa no era una opción.
Lola Nieto (Barcelona, 1985) se erige precisamente como la cartógrafa de un mapa sonoro de Japón que nos embarca en un viaje profundo en el que, tirando de oído y a través de una estudiada filosofía del lenguaje nipón, el lector consigue adentrarse en la cultura, la historia, el teatro, el cine y la literatura del país del sol naciente, pudiendo observar, escuchar y sentir, sin moverse del sitio, a sus gentes, ciudades, santuarios, toriis y arrozales, esos verdes arrozales que a la autora, nada más verlos, le hicieron llorar.
Antes de empezar a leer La isla desnuda pensé que me encontraría con un libro idílico sobre Japón. Me sorprendió encontrarme con que no fuera así, pero lo acabé agradeciendo. Es fácil caer en la tentación de idealizarlo, muy sencillo fascinarse por un país del que por muchos motivos da pereza y hasta rabia marcharse cuando una lo abandona. Me siento muy identificada con un extracto en el que la autora relata cómo se nota cuando uno se marcha de allí y retorna a Europa. Vuelven entonces, entre otros, los gritos, las malas caras, la falta de civismo, el no respetar el turno en las colas, que en Japón se forman y respetan de modo escrupuloso.
Pero Nieto es justa y desde el acercamiento de quien conoce el país de una forma obsesiva, desgrana también la cara b de un Japón con una truculenta historia de sangre y violencia a sus espaldas, un lugar complejo y lleno de contradicciones y claroscuros, de elementos sórdidos, de radical soledad, sentido del honor y preponderancia del bienestar social sobre el individual que conduce a tantos suicidios y, en definitiva, de sonidos que rechinan, desafinan y aterran. Y es que la inmersión auditiva que nos propone la autora va desde el sonido de los pájaros, pasando por el del escupitajo que su vecino expulsaba junto a la puerta de su casa cada mañana como costumbre, hasta el más puro y simple silencio. Y todo ello exprimiendo el lenguaje y contorsionándolo de tal manera que da como resultado un bellísimo ensayo poético que es un festival no solo para la vista y el oído, sino para todos los sentidos.